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Defensa del ídolo

Sólo un prólogo escribió el poeta Vicente Huidobro en toda su vida, y ese prólogo fue para Defensa del ídolo, poemario publicado en 1934, y cuyo autor, Omar Cáceres, contaba a la fecha con 30 años. "Estamos en presencia de un verdadero poeta, es decir, no del cantor para los oídos de la carne, sino del cantor para los oídos del espíritu. Estamos en presencia de un descubridor, un descubridor del mundo y de su mundo interno", dice Huidobro en ese prólogo, poniendo de manifiesto la extraña cualidad poética de Cáceres, situado en una época atravesada por el viento fresco de las vanguardias artísticas que se desarrollaban en Europa, y que llegaban a Chile, junto a escritores como Juan Emar, Pablo de Rokha y el mismo Huidobro.

Defensa del ídolo es, en más de un sentido, expresión poética de las corrientes más profundas de las vanguardias literarias, en la que conviven una constante exploración y desintegración del Yo poético. Cargado de referencias en torno a su propia poética, así como a quien actúa como demiurgo de la obra, Defensa del ídolo sufrió desde el comienzo de sus días el mismo sino trágico, casi maldito, que acompañó a su autor. Enfurecido por la serie de erratas que lo afectaban juntó todos los ejemplares y, en un acto de arrebato, los convirtió en una monumental pira. De este destino, apenas un par de ejemplares fueron rescatados, entre los cuales se cuentan los que hoy se encuentran en la Biblioteca Nacional y que han sido los que permitieron las posteriores reediciones.

Nacido en Cauquenes el 5 de julio de 1904, a Omar Cáceres le bastó este libro -su única obra- para entrar en el territorio de la gran poesía chilena. Objeto de diversos estudios y notas críticas, el autor de Defensa del ídolo vivió una existencia pasajera y oscura, donde la poesía despuntó como única claridad y certeza. Incluido por Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim en su polémica Antología de poesía chilena nueva con seis poemas, Omar Cáceres es lo que Pablo de Rokha llamaba un "amarditado" que, como recordaba su amigo, el poeta Teófilo Cid, "(...) tenía hasta el modal poético de estornudar. Cuando estornudaba también era poeta. Era distinto. Era lo que se llama un animal de la luna".

Y este "animal de la luna", este "cantor para los oídos del espíritu" -al decir de Huidobro-, se envolvió en su propio mito incluso a la hora de morir, en un confuso incidente que hasta el día de hoy no se aclara del todo: Su vida terminó en una zanja rural de Renca, con la cabeza rota y los bolsillo vacíos, un 6 de septiembre de 1943.