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Defensa de la educación superior para la mujer y el “Decreto Amunátegui”

Durante las décadas de 1860 y 1870 se generó en Chile un importante debate sobre el rol del Estado frente a la educación. Desde el gobierno de Manuel Montt (1809-1880) se desarrollaron políticas públicas que iniciaron la formación del Estado Docente, aunque la acción gubernativa descansó en la fiscalización de las escuelas de las congregaciones religiosas, municipales y particulares, mientras que la expansión de las escuelas fiscales se estancó debido a la falta de recursos y a la indiferencia de la oligarquía.

Esta problemática se vivió en todo el sistema educativo, pero tuvo mayor impacto en la educación de la mujer y que fue un tema constante en las polémicas de los principales periódicos. A mediados de la década de 1860, la instrucción de la mujer aún se basaba en una pequeña red de escuelas primarias de carácter particular y estas no podían acceder ni a la educación secundaria ni a la formación universitaria y sus "profesiones liberales". La educación secundaria se amplió principalmente a través de iniciativas privadas.

Fueron diversas voces que se levantaron en favor de la extensión de la educación secundaria, técnica y universitaria para las mujeres, entre los que estuvieron, por ejemplo, el abogado Julio Menadier (1823-1887), quien presentó un amplio proyecto de desarrollo de la educación técnico y profesional agrícola. Menadier planteó la necesidad de que las escuelas normales y las escuelas primarias y secundarias rurales introdujesen en sus planes de estudio las labores y técnicas de carácter agrícola. Repasó el rol de la mujer en la sociedad chilena y comparó su situación con las mujeres europeas y norteamericanas, quienes se integraron a la vida profesional. Al respecto, escribió que "prevaleciendo en Chile la agricultura, es evidente que tenemos que abrir en esta industria una fuente segura, cómoda y abundante para formar a la mujer chilena una esfera de actividad material y una tabla de salvación moral. (…) El problema social de más entidad que jamás haya preocupado al género humano es indudablemente el de procurar trabajo independiente, remunerador y duradero al sexo femenino. Esta idea generosa y fecunda no puede encontrar en Chile solución más práctica y expedita que la de asociar a la mujer las industrias anexas a la agricultura, ya que la labranza del suelo no puede comprenderse en la categoría de los trabajos femeninos sino de una manera excepcional" (Menadier, Julio. La agricultura y el progreso de Chile. Santiago: Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, 2012, p. 341-342).

Las actividades anexas a la agricultura propuestas por Menadier fueron la horticultura, apicultura, vinicultura, avicultura, sericultura y la contabilidad agrícola. A esto agregó que "la dueña de hacienda debe ejercer una supervigilancia activa sobre todo lo que pasa en la hacienda; no debe excusar empeño o sacrificio para reunir sirvientes que se distingan por su probidad, actividad, orden y limpieza" (Menadier, p. 346).

Antonia Tarragó González (1832-1916) por su parte, fundadora del Liceo Santa Teresita, presentó entre 1872 y 1873 una solicitud al Consejo Superior de la Universidad de Chile para que las estudiantes de secundaria pudiesen rendir exámenes de ingreso a esa institución, basándose en un decreto promulgado por el Ministerio de Instrucción Pública del 15 de enero de 1872 que estableció la libertad de exámenes y que no especificó impedimentos relacionados con el género de los y las solicitantes. Tarragó utilizó constantemente las páginas del periódico La Mujer como plataforma para difundir sus ideas sobre la necesidad del acceso de las mujeres a todos los niveles educacionales y en específico el nivel superior. Tras un debate entre el Consejo Superior y el Ministro de Instrucción, y aunque la opinión general fue favorable a la iniciativa de Tarragó, ambas solicitudes fueron desestimadas de manera indirecta, ya que el Consejo nunca retomó su discusión.

También en 1872, el periodista y político Máximo Lira (1846-1916) utilizó el periódico "El Independiente" como tribuna para defender el acceso de las mujeres a la universidad, donde planteó la necesidad de modificar la posición desfavorable que tenían estas en la sociedad chilena, resaltó sus capacidades y defendió su posibilidad de aportar al país desde el ejercicio de alguna profesión.

Posteriormente, en 1877 Isabel Le Brun Reyes (1845-1930), fundadora del Liceo de la Recoleta, posteriormente Liceo Isabel Le Brun de Pinochet, presentó también una solicitud para la validación de exámenes secundarios y de ingreso a la Universidad. La solicitud de Le Brun fue recogida favorablemente por el entonces Ministro de Instrucción Pública Miguel Luis Amunátegui (1828-1888), quien retomó las discusiones con el Consejo Superior de la Universidad y firmó el decreto que permitió formalmente a las mujeres ingresar a la educación superior.

Algunos de los principales problemas planteados de manera inmediata fueron, por un lado, la necesidad de crear un plan de estudios específico para las mujeres y, por otro, que el ingreso de las mujeres a la universidad abrió la puerta a la creación de escuelas secundarias y preparatorias femeninas, lo que implicó, según sus detractores, un gran gasto para el erario público, que pasaba por una importante crisis económica desde 1875.

Uno de los argumentos utilizados en la opinión pública fue el de "la fuerza de la costumbre" frente al nuevo contexto que abrió el "Decreto Amunátegui", relacionado con la visión conservadora del rol de la mujer en la sociedad chilena, presentándose una tensión entre los avances de la modernidad y la cultura tradicional. Amunátegui, al intentar cambiar la tradición y la costumbre a través de la ley, señaló en su memoria del Ministerio que "indudablemente, la simple declaración de que las mujeres pueden ejercer las mismas profesiones científicas que los hombres, con tal que llenen los mismos requisitos que estos, no basta por si sola para ilustrarlas; pero esa declaración junto con hacer desaparecer una interdicción tan injustificable como deshonrosa, es naturalmente un estímulo para que muchas procuren adquirir los conocimientos necesarios para conquistar por el perfeccionamiento de la inteligencia el alto puesto que les pertenece" (Sánchez, Karín. "La costumbre y la ley en tensión: las primeras mujeres universitarias en Chile, 1877-1893". Santiago: Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Número 115, 2006, p. 301).

Si bien el decreto permitió que las mujeres ingresaran a la universidad, rápidamente el espectro de profesiones se limitó a aquellas labores que se acercaban al rol histórico de la mujer como núcleo de la familia, siendo estas las concernientes al cuidado de las personas y la instrucción infantil y juvenil, como la medicina, enfermería, odontología, obstetricia y ginecología, farmacéutica, pedagogía, entre otras. Igualmente, algunas mujeres como Matilde Brandau (1870-1948) y Matilde Throup (1876-1922) lograron estudiar derecho, profesión históricamente dominada por los hombres.

La principal oposición al avance de la instrucción superior para las mujeres fue desde el conservadurismo y de la Iglesia Católica, que utilizaron espacios como La Revista Católica y El Estandarte Católico para dirigir sus ataques en contra de la iniciativa. El principal argumento de los detractores fue que la educación religiosa era suficiente para que las mujeres cumplieran su rol al interior del núcleo familiar, a través de la formación cristiana, la moralización y educación de los hijos para su desarrollo en la vida social y civil.

Dentro del espectro liberal no hubo un consenso generalizado sobre el tipo de educación universitaria para la mujer, ya que, para algunos defensores de la iniciativa, estas estaban preparadas para ejercer cualquier tipo de profesión, mientras que para otros era imposible igualar las capacidades físicas e intelectuales de hombres y mujeres.

El debate en torno a esta cuestión se mantuvo por cuatro años, hasta que en 1881 Eloísa Díaz Insunza (1866-1950) logró ingresar a la carrera de medicina y titularse como médica cirujana. Además, en el período entre la promulgación del decreto y el ingreso de Díaz a la universidad, la cantidad de escuelas secundarias femeninas aumentó rápidamente en las principales provincias del país y en la capital, lo que se constituyó como un efecto colateral generado por el propio "Decreto Amunátegui".

En palabras de Amanda Labarca Hubertson (1886-1975), las políticas públicas de Amunátegui entorno a la educación femenina fueron fundamentales y su transformación en Ministro de Instrucción Pública marcó "la aurora de una nueva época para la cultura femenina de Chile. (…) A su trabajo debemos también los primeros ensayos de escuelas profesionales, y fue él quien sostuvo una de las más recias batallas que ha habido en Chile pro-instrucción de la mujer, cuando se pensó en la apertura de Liceos Fiscales femeninos. (…) con sagacidad de educador y clarísima visión de estadista, quiso que la iniciativa de las localidades tuvieran participación directa en los nuevos institutos. Comprendía que los colegios que no responden a las demandas propias de la sociedad que lo utiliza o son una ruina viviente o llevan una vida artificial" (Labarca, Amanda. Historia de la enseñanza en Chile. Santiago: Editorial Universitaria, 1939, p. 163-165).

El "Decreto Amunátegui" tuvo un impacto en el desarrollo del Estado Docente y la creación de escuelas secundarias fiscales femeninas, además propicio entre la oposición conservadora la creación de las "Sociedades de Padres de Familia" que procuró la fundación de nuevas escuelas particulares, civiles y religiosas.