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cocina mestiza

La cocina criolla fue el resultado de un proceso de mestizaje, que supuso la asociación de materias primas autóctonas con los ingredientes y técnicas culinarias importadas por los conquistadores hispánicos. Si bien algunos de los productos locales fueron inicialmente resistidos por los españoles, factores como los reiterados períodos de hambre durante los primeros años de la Conquista, la incorporación de hombres y mujeres indígenas al servicio doméstico y el sincretismo cultural, propiciaron su adopción definitiva dentro del régimen alimentario general.

Durante los primeros años de la Conquista la carne fue un producto extremadamente escaso, cuya provisión se regularizó recién durante las últimas décadas del siglo XVI. El consumo preferente fue de cordero -ganado que se desarrolló con éxito en Chile gracias al clima y la abundancia de pastos- y de chancho, seguidos por la carne de vaca y de carnero, cuyo abasto se efectuaba sistemáticamente en la plaza pública. Los cortes «que se seleccionaron durante la Colonia fueron tres: el lomo, el guachalomo y el guache-cogote» (Eyzaguirre, 1986:24); el resto del animal se destinaba a la elaboración de charqui y otras salazones. Solo en los hogares más acomodados se preparaban especialidades como las prietas, el arrollado, los costillares y perniles, con grandes cantidades de sal y condimentos como preservantes. Por otra parte, las casas mantenían corrales con gallinas, lo que aseguraba el abastecimiento permanente de carne de ave y huevos. Estos últimos eran de consumo extensivo, ya fuera duros, fritos, como complemento de los guisos o en forma de tortilla.

La grasa de vacuno se consolidó como un elemento característico de la cocina criolla que, asociado a la cebolla y a los olores -el ají de color, el comino, el ají picante-, conformó el sofrito que constituye la base del sabor y aroma característicos de los platos locales. El aceite de madi (Madia sativa) -muy utilizado por los indígenas- cedió su lugar frente al empleo de la grasa animal, y el de oliva se empleó de manera muy restringida, únicamente en ensaladas.

Las preparaciones culinarias más habituales durante los siglos XVI y XVII fueron aquellas que hoy constituyen lo que reconocemos como «comida tradicional chilena» y que persisten, en su mayoría, en la minuta familiar actual: humitas, porotos granados (con mazamorra o pilco), charquicán, guiso de mote, empanadas, cochayuyo, pescado frito y cazuela de vacuno, entre otros. El consumo de cazuela de ave, en cambio, no habría sido tan frecuente como lo sugiere su mención permanente en los relatos de viajeros. De acuerdo al historiador Ricardo Couyoumdjian, se trataría más bien de un "típico plato para las visitas sorpresa", que echaba mano de las aves de corral que mantenían buena parte de los hogares de la época (Torres, Andrea. "Gastronomía chilena entre los siglos XIX y XX. Cambio y tradición" [entrevista]. < http://www.nuestro.cl/notas/rescate/gastronomia_chilena.htm>).

También gozaron de popularidad platos como la carbonada, la chanfaina (bofe de cordero), las pantrucas, el valdiviano, los caldillos y el vailcán, una «gran batea de marisco guisado con ají» (Pereira Salas 2007:49). Cabe mencionar que, gracias a la estricta observancia de las vigilias y penitencias fijadas por la doctrina religiosa, las preparaciones libres de carne -en base a legumbres o, bien, a productos marinos- tenían asegurada su presencia en la mesa colonial. Pescados (sobre todo de agua dulce), mariscos, ulte, luche y cochayuyo, lentejas, garbanzos y habas guisadas fueron los ingredientes esenciales de los tradicionales «guisos de viernes».

El pan -preferentemente bajo la forma de la tortilla al rescoldo- fue un producto de consumo abundante y general, gracias a la rápida proliferación de los cultivos de trigo. Este grano, junto con el maíz -difundido por los europeos el uno, nativo el otro- satisfizo la demanda de cereales de la población de la época, cuando aún no penetraba el arroz.

Pereira Salas (2007:50) intuye que «el postre de fruta debió ser abundante», considerando, por una parte, la enorme variedad de la que se disponía y, por otra, el carácter suntuario que mantuvo el azúcar hasta avanzado el siglo XVII. De hecho, la repostería estaba reservada para los banquetes y en la alimentación cotidiana se empleó de preferencia la miel de abejas y la de palma para la elaboración de preparaciones dulces.