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El escribano

El Premio Nacional de Historia Bernardino Bravo Lira señala que desde el desembarco de Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492, en todas las expediciones de descubrimiento, conquista y colonización existieron tres personajes ineludibles: un capitán, un clérigo y un escribano. El primero, como responsable de la empresa; el segundo, con fines evangelizadores y el último como "ministro de fe y como tal habilitado para autorizar y dar testimonio con su presencia de actos que dan forma jurídica a la empresa" (Bravo Lira, Bernardino. "La institución notarial en Chile", Revista de Derecho, Universidad Católica de Valparaíso, (2): 63-72, 1978, p. 63).

El escribano fue una persona que con su presencia o firma le confirió legitimidad a cualquier tipo de acto. Fue parte de los oficios vendibles que ideó la Corona española para obtener recursos económicos. Para optar al cargo no sólo se debía tener dinero, sino que también cumplir con una serie de requisitos que fueron formulados en las Siete Partidas: ser mayor de 24 años, no tener sangre de negro ni judío, acreditar tener una práctica mínima de dos años, entre otros. Una vez cumplidos, el aspirante debía presentar, además, un examen ante la Real Audiencia.

Los escribanos se dividían en dos grandes grupos: los de la administración y los que prestaban servicio de forma independiente. Entre los primeros, se encontraban los escribanos de gobierno, justicia, guerra y hacienda, correspondientes a las cuatro ramas de la administración pública española. Por su parte, entre los escribanos independientes se encontraban los escribanos de número y los reales: los primeros pertenecían a pequeñas provincias y los segundos podían ejercer sus funciones en cualquier territorio donde la monarquía española tuviera jurisdicción.

A diferencia de lo que se cree comúnmente, el escribano no necesitaba ser una persona letrada o experta en derecho. Según los diccionarios de la época, un "letrado" era un individuo que dominaba el latín. Más bien, los sujetos que ocuparon este cargo obtenían el conocimiento básico por medio de la práctica bajo la tutela, dirección y vigilancia de otro que ya dominaba el oficio. La falta de preparación académica la suplían con la lectura de manuales que contenían diversos formularios que los ayudaban. Uno de los más famosos que circuló por toda América, fue La Política de Escrituras de Nicolás de Yrolo Calar (1605).