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Confesor

En el periodo colonial, las monjas de convento contaron con la compañía constante de un confesor -generalmente un cura o un obispo- encargado de mantener un diálogo fluido con ellas. Esta figura fue determinante a la hora de motivar el ejercicio escritural de las religiosas, precisamente fueron ellos quienes impulsaron dicha práctica.

Según Adriana Valdés, los confesores tuvieron diversas razones para empujar a las monjas al oficio. Además del evidente estímulo pastoral o inquisitorial, los confesores se interesaron en conocer y divulgar las experiencias místicas de sus devotas, quienes mostraban mayor propensión a tener visiones y revelaciones del futuro. Se dedicaban a redactar "vidas" y biografías, usando como material los textos entregados por las monjas. Respecto a ello, Beatriz Ferrús afirma: "En el mundo colonial aquellas monjas que tenían experiencias místicas eran empujadas por sus confesores a la escritura (...) De esta manera, su palabra se convertía en testimonio, sus anotaciones se empleaban como elemento que permitía sancionar la verdad y la ortodoxia de su experiencia; al tiempo que eran utilizadas como material para la redacción de futuras biografías, normalmente redactadas por un sacerdote con fines ejemplificadores. Estas biografías permitían ostentar el poderío espiritual que el Señor había entregado a las Indias y que, por tanto, las igualaba al de las tierras peninsulares" (Discursos Cautivos. Convento, Vida, Escritura. Valencia: Universitat de Valencia, 2004. p. 32-33).

Según Adriana Valdés, el confesor fue también un instrumento del aparato colectivo de poder, pues fue su tarea regular la escritura de las monjas y "establecer cuál de los sentidos del texto era el legítimo (el verdadero: es decir, el aceptado por la autoridad) y cuáles eran ilegítimos y erróneos" (Valdés, Adriana. "Escritura de monjas durante la colonia, el caso de Úrsula Suárez en Chile", Mapocho, (31): 149-166, 1992). Los textos de las monjas eran considerados un material bruto y peligroso, por lo tanto debían pasar por una previa inspección antes de ser publicados y de ello se encargaba el confesor.

Como fue tarea del confesor el guiar a su protegida, éste debía ser una persona de "probada y ejemplar virtud, prudente, piadoso, poseedor de la ciencia, 'discernimiento espiritual' y conocimiento del corazón humano -en especial del femenino- que le permitan examinar, interpretar y juzgar lo que acontece en su interior, señalar los medios para corregir las faltas espirituales y así cumplir su misión de guiar a las monjas por el arduo camino que conduce a la Santidad" (Invernizzi Santa Cruz, Lucía. "El discurso confesional en Epistolario de Sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo", Historia, (36): 179-190, 2003).