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Hierbas sanadoras de origen extranjero

A su llegada a América, el conquistador no disponía de una medicina mucho más avanzada que la de los nativos del Nuevo Mundo. Dicha comparación, que solo es válida si se piensa a cada cultura respecto de su entorno original, se torna confusa en el encuentro desencadenado a partir de 1492. Tanto las huestes españolas como las comunidades indígenas se volvieron más vulnerables en el ámbito biológico, al enfrentarse a factores ambientales inéditos, bruscamente impuestos.

Esta forma de mestizaje ecológico se expresó también en una síntesis de los conocimientos médicos, adecuada al novedoso contexto americano. Gran parte de este acervo se concentra en la sabiduría herbolaria. Gerónimo de Bibar consigna en su crónica, de 1558, que en la zona de Santiago "las hierbas que hay parecientes a las de nuestra España son las siguientes: centaura, hierba mora, llanten, apio, verbena, manzanilla, malvas y malvarisco, y encencio romano que los boticarios llaman cerrajas y chicoria, becdolagas, culantrillo de poco doradilla, lengua de bue, persicaria, ortigas, tomillo, romaza, juncia, coronilla del rey, suelda, carrizo, y otras muchas hierbas y raíces parecientes a las de nuestra España que, por no ser herbolario no las pongo, hierbas de la tierra y raíces y muchas y muy provechosas para enfermedades". (Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile, p.133).

La introducción de plantas medicinales exógenas -incluso algunas que usamos en la cocina chilena como la albahaca, el ajo y el cilantro- comenzó junto con la Conquista, y no se detendría más. Los boticarios demandaban los elementos que no estaban disponibles localmente, con lo que se formó un activo comercio con el extranjero. Durante los siglos XIX y XX, Chile importó y exportó producción agrícola con fines exclusivamente curativos. Ello permitió la llegada de textos foráneos sobre el tema, que sirvieron para dotar de formalidad científica a estas prácticas tradicionales de salud.

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