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la censura en los gobiernos conservadores

"Sepultar al mundo en las tinieblas de la ignorancia para que no se extravíe con la luz de las ciencias, es querer trastornar las leyes de su creación"

(El Araucano, Nº 85, 28 de abril de 1832)

La Constitución de 1833 aseguró la libertad de publicación sin censura previa y el derecho de juicio ante cualquier condena de abuso de esta libertad, conforme a la ley. En 1846 se promulgó una ley sobre la libertad de imprenta, reaccionaria a los principios liberales establecidos en la Constitución de 1828; su función fue reglamentar el uso de la imprenta, sancionando las publicaciones que contuvieran información inmoral, sediciosa o injuriosa. Las medidas contra estos abusos a la libertad, fueron penas de presidio, destierro o multas monetarias. Tales condenas recaían directamente en el impresor, quien por ley solicitaba la autorización del Gobierno para establecer una imprenta, y debía responsabilizarse por todo escrito publicado. En la práctica, estas medidas cohibieron la proliferación de prensa opositora, la cual en esta época fue casi nula. Su existencia se redujo a la actividad de pequeños periódicos clandestinos de muy corta duración, que surgían generalmente en el contexto de alguna elección presidencial o parlamentaria.

A comienzos de la década del treinta, el debate público se encendió respecto al tipo de libros censurados. Al asumir como Vicario de Santiago en 1830, Manuel Vicuña Larraín nombró a personas de su confianza como revisores de los libros que se importaban. Las críticas a las medidas por ellos adoptadas -como la prohibición del ingreso de la novela Delfina de Madame de Staël y del Tratado de gentes de Vattel-, no tardaron en hacerse escuchar. Así lo demuestran las notas publicadas en El Correo Mercantil, e incluso en El Araucano -periódico oficialista de la época-, cuyo editor era Andrés Bello. Bajo la firma de "Unos amantes de la Ilustración", se denunciaron allí los continuos ataques a las ideas ilustradas por parte de la institucionalidad eclesiástica. El propio Andrés Bello, en el mismo número (El Araucano, nº 84, 21 de abril de 1832), reforzó estas críticas en su editorial, señalando que los libros censurados no merecían semejante sanción. Continuando con la discusión, en el siguiente número Bello reflexionó sobre la importancia de instruir al pueblo para que pudiera discernir por sí mismo la conveniencia de una lectura.

El debate continuó el 23 de noviembre en el mismo periódico, donde prevaleció la opinión de que solo debían prohibirse los libros que hubieran "aniquilado todos los principios de la moral" (El Araucano, Nº115, 23 de noviembre de 1832), la religión y la decencia, no así los escritos científicos. Además se solicitó que los censores no fueran designados exclusivamente por la Iglesia, sino "hombres de verdadera ilustración" nombrados por el Gobierno. Esta demanda finalmente se acogió a fines de 1832, conformándose juntas de censura laicas.