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Catalina de los Ríos y Lisperguer

Los antepasados de Catalina de los Ríos y Lisperguer, más conocida como La Quintrala, se remontan a los tiempos de la conquista. El clan provenía del concubinato entre Bartolomé Flores, carpintero alemán y compañero de Pedro de Valdivia y la cacica Elvira de Talagante. Su única hija, la mestiza Agueda Flores, heredó una de las más altas fortunas acumuladas en Chile hasta entoncese y ejerció un extenso poder, durante los cien años que vivió. Se casó con Pedro Lisperguer con quien tuvo ocho hijos, entre los que se contaban dos mujeres de carácter fuerte: María y Catalina Lisperguer. A ellas, se les acusó de tener pactos con el diablo y sobre Catalina pesó el cargo de asesinar a azotes a una hijastra. Luego de intentar envenenar al gobernador Alonso de Ribera fueron ocultadas de su ira, gracias a la poderosa influencia que ejercía su familia, por los agustinos, los dominicos y los mercedarios.

Catalina Lisperguer se casó con Gonzalo de los Ríos, rico heredero de las tierras de La Ligua y Longotoma. De esta unión nacieron dos hijas: Agueda, casada con el oidor de Lima don Blas de Altamirano y Catalina de los Ríos y Lisperguer, la temida Quintrala. En 1626, Catalina contrajo matrimonio con Alonso Campofrío y Carvajal quien, sin fortuna personal, fue elegido alcalde de Santiago en reemplazo del primo de Catalina, Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, lo que debió al peso social de los Lisperguer.

La Quintrala, que aprendió de su madre y su tía, a pesar de tener un largo prontuario de imputaciones y acusaciones, nunca recibió ningún castigo debido a su inmensa fortuna, su condición favorable entre jueces y letrados y la influencia ejercida por su numerosa parentela en cargos importantes. En 1622 fue acusada por su tía paterna de envenenar a su padre en su lecho de enfermo, pero nunca fue procesada. También fue inculpada por la muerte de un encumbrado caballero de la Orden de Malta, a quien invitó a su lecho donde lo asesinó, pero finalmente la responsabilidad del delito fue imputada a uno de sus esclavos, quien murió ahorcado en la plaza de Santiago.

Catalina de los Ríos además, solía azotar y quemar a sus sirvientes, los cuales muchas veces morían bajo sus torturas. Se dice que a los sirvientes hombres le cortaba la lengua y a las mujeres los pechos, que le cercenó la oreja a uno de sus amantes y que apuñaló a un sacerdote. Hacia 1634, el Obispo Salcedo solicitó la investigación de todos los sangrientos sucesos ocurridos en La Ligua, pero se debió esperar 30 años para que la justicia se planteara considerar las acusaciones. Así, en 1660 la Real Audiencia comisionó a su receptor de cámara Francisco Millán para que hiciera una investigación que avanzó lentamente dadas las redes de Catalina, aún cuando fue hallada culpable de maltratar a sus sirvientes.

En 1662, arrepentida quizás, Catalina de los Ríos redactó su testamento legando casi toda su fortuna en beneficio de su alma con la esperanza de ser rescatada del purgatorio. De acuerdo a sus instrucciones, en los días siguientes a su muerte se oficiaron más de mil misas en su memoria, además de quinientas misas por el descanso de los indios que habían muerto debido a sus malos tratos. Mediante otras disposiciones benefició a algunos parientes y amigos cercanos y legó una suma al Señor de la Agonía o Cristo de Mayo, para que se continuara con la procesión expiatoria del día 13 de mayo.