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Reservada solo a los hombres

En el siglo XIX, se concebía propio de la naturaleza sexual de los varones, que estos se desenvolvieran en el ámbito público a través del ejercicio de una profesión o de la participación ciudadana. Por el contrario, la identidad de las mujeres se vinculaba con los papeles que se desarrollaban en el ámbito privado, es decir, ser madres, esposas y dueñas de casa, o en actividades que, siendo públicas, se relacionaran con la beneficencia y la religión. Una numerosa población femenina trabajaba en industrias, pero era juzgado nocivo para la familia, y se justificaba como la única alternativa para sobrellevar la pobreza. Sin embargo, tempranas discusiones, donde participaron insignes intelectuales, mujeres y hombres de la elite, cuestionaron la reticencia de un amplio sector que se oponía a la ilustración de las mujeres, y lograron influir en la apertura de la educación secundaria y luego universitaria para ellas. Sin pretender el abandono de las responsabilidades atribuidas a su sexo, ni, en un principio, el sufragio, las mujeres que defendieron el derecho femenino al conocimiento y a expresarse en el espacio público, creían que su formación académica era beneficiosa tanto para trasmitir una correcta educación para sus hijos, como para intervenir en la esfera pública frente a asuntos que según ellas, les concernían a las mujeres. Es decir, aspectos morales, religiosos, sanitarios, e inclusive de índole patriótico, en casos de guerras y tensiones internacionales. De hecho, fue notable la participación femenina en la Guerra del Pacífico (1879-1884).

Distinguidas mujeres como Martina Barros y Amanda Labarca, se pronunciaron acerca de la educación femenina, entre otros temas que les preocupaban, a través de revistas editadas por mujeres. Algunas de éstas fueron: La Mujer (1897), Silueta (1917-1918) y Acción Femenina (1922-1939).