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una singular expresión literaria de la fe

Los breves libros que Rita Salas Subercaseaux firmó con el seudónimo de Violeta Quevedo documentan una vivencia religiosa particular. Se trata de un tipo de misticismo escrito sin parangón en las letras chilenas e hispánicas, que "aspira a representar permanentemente la existencia del milagro con la fe chestertoniana y la inocencia del aduanero Rousseau" (Calderón, Alfonso. "Violeta y sus embrollos", en Hoy, no. 201, 1981, p. 26).

Ignacio Valente señala que en la escritura de Violeta Quevedo hay rasgos "que nos recuerdan la construcción de Santa Teresa, su gracioso descuido, sus expresivos errores" (Valente, Ignacio. "Relatos de Violeta Quevedo", en El Mercurio, mar. 7, 1982, p. 3). Sin embargo, la diferencia entre sus narraciones y la escritura de monjas en Chile está en que sus textos no evidencian distancia alguna entre el ámbito espiritual y los hechos mundanos. Esto porque "nada es insignificante para ella. Junto al suceso poético y trascendente sitúa en igual plano el hecho nimio y aparentemente banal; su estilo trata en un mismo plano lo natural y lo sobrenatural, lo sublime y lo cotidiano" (Anguita, Eduardo. "Violeta Quevedo, escritora paradisiaca", en Quevedo, Violeta. Cuál no sería mi sorpresa. Santiago de Chile: Eds. B, 2007).

Los escritos de Violeta Quevedo son el testimonio de un sincretismo religioso que mezcla ortodoxia católica y cierto panteísmo popular. Es la ortodoxia de una moral vaticana que no teme en calificar como paganos a quienes no asisten diariamente a misa, y que admira sobre cualquier autoridad la de sacerdotes y párrocos. No obstante, esta ortodoxia es matizada por una permanente invocación, en momentos de necesidad, a las más diversas expresiones del culto católico popular, como la Divina Providencia, el Ángel Custodio, el Niño Jesús de Praga, la Virgen del Carmen, Santa Teresita, San Francisco de Paula, Santa María de Alacoque y San Vicente Ferrer, entre otros.

Violeta Quevedo integra el reducido grupo de escritores místicos seculares de nuestra literatura, entre los cuales están Mercedes Marín del Solar, Pedro Antonio González, Diego Dublé Urrutia, Ángel Cruchaga Santa María, Miguel Arteche, Gabriela Mistral y también Eduardo Anguita. Su obra manifiesta que Rita Salas dialogaba con ángeles y con demonios en sueños, hacía a los santos mandas exitosas y mantenía un diálogo permanente con su ángel personal en un registro de lenguaje que el propio Anguita calificó de "adánico". Por su parte, Valente señala que hay en los escritos de esta autora "una infancia espiritual que no se limita a hacernos reír -como ante un niño o un loco- sino que nos gana por su penetración superior en ciertas zonas de la realidad que escapan a nuestra experiencia adulta y racional" (Valente, op. cit.).

Para la misma Violeta Quevedo, escribir fue parte de un mandato divino que la movió a registrar para la posteridad los milagros que la salvaban a diario de las dificultades económicas, los accidentes, las enfermedades y la soledad. Es el registro de una vida totalmente entregada a la provisión divina, y que define el misticismo en sus propios términos: "Silenciosa estaba, observando en lo alto del cuarto, cuando siento por mi cabeza que se vierte un hermoso tintero con tintas de varios colores, azul, lacre, verde, y colores de fuego. ¡Qué maravilla!, dije. Estoy en un país de Hadas, no lo dudo, quedando estupefacta, atónita y a un tiempo siento en mis oídos una voz melodiosa y suave que me dice: '¡Qué piensas! Observas, miras y admiras, ¿y no vas a escribir nada?'" (Quevedo, La torre del campanario).