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Sus últimos años

Sus últimos años fueron difíciles. En el cargo de cónsul vitalicio, primero eligió París, sin embargo pronto se arrepintió de su elección, porque la "ciudad luz" no era ya la que él había conocido en sus alegres años juveniles. Luego se fue a Atenas, pero entró en dificultades con el régimen militar griego. Posteriormente, se trasladó a Mendoza y allí tampoco le fue mejor porque no lo conocían y, además, en el diario local fue publicado un juicio suyo sobre San Martín que no gustó. Acabó, así, ejerciendo la función consular en Tacna, donde se dedicó a las investigaciones y excavaciones antropológicas. Alone escribió un artículo al respecto titulado "Subercaseaux, Cónsul y mártir" en el diario El Mercurio del 15 de noviembre, 1970: "Tres años de batalla con los poderes públicos, dice el autor que le costó obtener su nombramiento de cónsul de Chile en cualquier parte, lo que indica la obstinación de esos poderes y también la suya. En el fondo significa un glorioso destierro: fuera de su patria, el cónsul vitalicio tiene varias prerrogativas, entre ellas, un sueldo; pero si intenta 'volver al seno de su tierra', ipso facto, las pierde y pasa a convertirse en ciudadano común, por añadidura cesante. Por lo pronto, dirigióse a París, la ciudad de su juventud, que desde hace 35 años no visitaba y donde podía -según él- renovar impresiones cargadas de secretos, lo que, lamentablemente, no consiguió".

Pasó sus últimos años en Tacna, tras declarar: "Quise morir en el corazón de mi patria; pero sentí allá una tremenda desolación. Creo que Tacna es mejor para vivir así, como yo estoy: con un pie en la tumba. Aquí me quedaré y aquí deseo morir. Venía abatido, temeroso de haber perdido su ingenio, la coordinación de ideas".

Falleció el 11 de marzo de 1973. A su muerte, dejó una carta al cónsul general de Chile en Tacna, Humberto Álvarez, en la que impartió instrucciones sobre su funeral. Debía ser cremado y las cenizas depositadas en una pequeña caja la que sería guardada al interior de la cabeza de bronce esculpida por la escultora Marta Colvin. Dispuso que no se colocara su nombre en ella y que solamente llevara la inscripción: "Il n'y a pas d'autre mort que l'oubli" (No existe otra muerte que el olvido). Su explicación a dicho epitafio fue: "Los simples se creen inmortales. Así está el mundo. No son pocos los que estiman ser eternos porque maúllan una canción o aplican una cachetada espantosa. Pero ¿cuántos de ellos quedarán olvidados en vida? Otros, a breve plazo de su muerte. En verdad, morimos cuando dejan de recordarnos".