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narrativa chilena sobre exilio

El exilio supone un viaje obligado, donde el sujeto es arrancado de cuajo de su patria. Según Rodrigo Cánovas, la "literatura del exilio es siempre la recreación del paraíso perdido. Los recuerdos se depuran, recubriendo las frustraciones del presente" ("Una novela del exilio", p. 9). El exilio da cuenta de un estado posterior a la expulsión desde un lugar, pero a la vez, proyecta la ilusión de volver al mismo. Por supuesto, a este desarraigo espacial se suma el carácter político dado por la dictadura militar chilena (1973-1990), en la cual la pérdida es, también, la de una realidad que de repente se ha vuelto intangible.

Antonio Avaria expone que "las novelas centradas en este tópico específico del destierro (es decir, con escenarios extranjeros), van configurando una curiosa geografía que partió en Berlín Oeste con la novela para jóvenes de Antonio Skármeta (No pasó nada, 1980) y siguió por España (El jardín de al lado, 1981, de José Donoso), por Canadá (Cobro revertido, 1992, de José Leandro Urbina). Ahora, con Carlos Cerda, está el rescate novelesco de un mundo desaparecido: Berlín, RDA" ("Morir en Berlín, otra novela del exilio chileno", p. 530).

En Cobro revertido, de José Leandro Urbina, el protagonista recorre Montreal, pero también se escenifica la distancia física y nostálgica con Chile. Para Sergio Vodanovic, en Morir en Berlín, Carlos Cerda "construye su ficción a partir del exilio que le tocó vivir en Alemania", mientras que en Machos tristes Darío Osses "nos habla de otro exilio, tanto o más doloroso que el de los expatriados, el exilio interno que vivió en Chile como funcionario de la Universidad de Chile" ("Cerda y Osses, dos exilios", p. 39).

Otras novelas que desarrollan el tema son: Las veladas del exilio (1984), de Luis Enrique Délano; Rumbo a Ítaca (1987), de Virginia Vidal; Patagonia Express (1995), de Luis Sepúlveda y El día de los muertos: una historia de amor (2007), de Sergio Missana.