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Conventos y beaterios de mujeres

La primera fundación de un convento femenino en Chile fue en Osorno. Las Isabelas funcionaron hasta el alzamiento mapuche de 1598, desde donde emigraron a la capital, siendo recibidas por las Clarisas de Antigua Fundación.

En el siglo XVIII los conventos para mujeres se concentraban en Santiago (siete de ocho) y eran: Las Clarisas de la Cañada o de Antigua Fundación (1571), las Agustinas de la Limpia Concepción (1574), Clarisas de la Victoria o de Nueva Fundación (1678), Carmen Alto de San José (1690), Santísima Trinidad de Capuchinas (1727), Dominicas de Santa Rosa (1754) y Carmen Bajo de la Cañada (1770) y Las Trinitarias ubicadas en Concepción (1729).

Las Clarisas y Agustinas llegaron a tener hasta cien religiosas entre las de velo negro o de coro y las de velo blanco o de servicio, junto con las cuales vivían sirvientas y niñas seglares para ser educadas, sumando así más cuatrocientos habitantes en el convento. Las Carmelitas Descalzas, Capuchinas y Rosas se atenían más a las constituciones por lo que el número de sus residentes era menor, aunque de todos modos refugiaban a otras mujeres, niñas e incluso niños, ateniéndose a su larga tradición de acogida, protección y enseñanza, y funcionando como lugares de reclusión, custodia y reforma para las mujeres "descarriadas".

En la ciudad de Santiago los conventos de mujeres ocuparon grandes extensiones, marcando la vida urbana con su presencia, hoy desvanecida en la memoria social. Los conventos alquilaban cuartos adosados a sus muros exteriores los que se destinaban principalmente al comercio, controlaban numerosos censos a la propiedad y requerían de los servicios de proveedores de alimentos, artesanos y sirvientes. Convivía en ellos la bullente vida de extramuros con el silencio y oración de sus moradoras.

A veces grupos de mujeres devotas se reunían para vivir en comunidad, reconociéndoles posteriormente su calidad de beaterio, los que diferían de los conventos porque las mujeres acogidas a ellos. Llamadas beatas o terceras las mujeres acogidas hacían votos simples de pobreza, castidad y obediencia, pero no de clausura a diferencia de las monjas, pudiendo vivir fuera de los beaterios y sin atenerse a ninguna regla específica para normar sus vidas lo que determinó que no fueran reconocidas por el Concilio de Trento (1545-1563) como religiosas.

En Chile durante el siglo XVIII existieron dos beaterios, el de Las Rosas que posteriormente dio origen al convento de Las Dominicas (1754) y el beaterio de Peumo creado en 1758 y en funciones hasta 1812. Pese a que los beaterios luchaban por transformarse en conventos, ésta era una tarea difícil y materialmente costosa debido a las exigencias de alejamiento impuestas por la Iglesia, así como la imposibilidad de pagar la dote que funcionaba como sustento económico de la vida conventual. Por esta razón existía una diferencia socio -económica entre monjas y beatas que, aunque cumplían funciones similares, tenían un estatus distinto. Mientras las primeras eran mayoritariamente de origen español y pertenecientes a familias de elite, las segundas eran españolas pobres, mestizas, mulatas, indias y negras.